Por el Rev. José Eugenio Hoyos
En mis misiones, eventos o predicaciones en varios lugares de Latinoamérica me he encontrado con gran alegría la calidad y riqueza espiritual entre los más pobres, los más desprotegidos y necesitados en el mundo; ellos tienen la mayor riqueza como es la fe y la esperanza.
Parte de la humanidad carente de recursos materiales vive en un mundo que podríamos llamar de insignificancia. El pobre es insignificante en la sociedad, es anónimo, no tiene nombre. El día del entierro de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, murieron unas cuarenta personas, no sabemos bien cuantas, ni sabemos sus nombres, los pobres cuentan por número, no por su nombre.
Pero definitivamente la experiencia espiritual del pobre tiene otra cara. El pobre tiene riqueza humana, aspiraciones, posibilidades de ser persona, tiene un modo propio de sentir, de pensar, de amar, de crecer, de rezar, de sufrir, de gozar. Encarnarse en el mundo de los pobres, significa entrar en su mundo de miserias, de injusticias, de esperanzas y de futuro. Por ahí se siente, se vive la utopia del hombre, del futuro, renovado y tenido en cuenta.
Encuentro en María, la Virgen de América, india y mestiza, el mejor paradigma del pobre, en el sentido bíblico, sobre todo en el Magnificat, que es el espejo de María. “En ese poema logra su culminación la espiritualidad de los pobres de Dios y el profetismo de la Antigua Alianza. Estamos llamados a vivir la sobriedad solidaria que reduzca las desigualdades. Y no olvidemos que toda pobreza tiene rostro humano, tiene nombre, apellidos. La padece y sufre un niño o un anciano, un joven o un adulto, una mujer o un hombre. La pobreza no son números fríos o abstractos anónimos; son sujetos humanos concretos, como nosotros.
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